Se dice que en un pueblo hace ya décadas vivía un cura el cual era amante de los animales, en especial de los perros. Junto a su casa tenía una gran perrera donde acogía a perros callejeros o dejados allí por sus dueños por que ya no tenían uso.
Una mañana llegó a aquella casa un conocido del cura junto con un perro viejo. Este le dijo que aquel perro ya no le era útil y que si no se lo quedaba no sabría que hacer con él. El cura accedió a quedárselo al ver que el dueño no cambiaría de opinión.
Al mediodía se disponía a alimentar a todos los canes de aquella casa. Todos los perros le procesaban gran amor casi rozando la adoración. Pero algo raro sucedió. Al llegar a la perrera de su nuevo inquilino e intentar acercarle su cuenco con la comida, la cruz que siempre llevaba al cuello se salió de su chaqueta, este se volvió loco y empezó a saltar y ladrar de una forma que nunca había visto.
Pasaron los días y el perro seguía mostrando aquel comportamiento feroz. El cura decidió llamar al antiguo dueño de aquel animal, este accedió a reunirse con él. Los dos se sentaron en el porche taza de café en mano. La pregunta fue, ¿Por qué no querías a este perro? Su respuesta fue:
(dueño)-Este perro fue domesticado para ser guía de personas ciegas, se le asignó a un joven para que lo acompañara pero este joven tuvo la mala suerte de morir en un accidente de tráfico.
(cura)-¿Y después que pasó?
(dueño)-Se le asigno a otra persona, esta vez algo más mayor, pero también tuvo la mala suerte de caer por unas escaleras y romperse la crisma.
(cura)-Después ya me lo trajiste, ¿no?
(dueño)-No, le decidimos dar una última oportunidad, esta vez probemos con una mujer. Pero...
(cura)-¿Pero qué?
(dueño)-Ella solo recuerda que le pisó una pata sin querer y este se le abalanzó y le arrancó media cara de un mordisco.
El cura tras aquellos relatos despidió al dueño con un apretón de manos y la promesa de que volverían a hablar. Se sentó y miró hacía las perreras. Se levantó y preparó la comida para aquel perro, con la única diferencia de que esta vez el menú contaba con matarratas.
Ya delante de la perrera este pasa el cuenco por debajo y el perro se puso a comer, pero eso no fue lo que le heló la sangre, mientras comía el perro levantó la cabeza y con una gran sonrisa se le quedó mirando.
Esa sonrisa decía: "Me has pillado"
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